No quedará. seguramente, como el clásico más bonito de los 39 ya disputados, pero Rafael Nadal festejó a lo grande una victoria preciosa por muchísimos motivos. Para empezar, porque le lleva directo a la final de Roland Garros, la duodécima, a un pasito de prolongar su vínculo con el paraíso. Y para continuar, porque frena la sangría ante Roger Federer, quien se había impuesto en los últimos cinco enfrentamientos entre ambos, renovado en esta eterna carrera de la que tanto puede presumir. Pero París es otra cosa, París es la casa de Nadal, un campeón insaciable que tiene una pinta estupenda. Es único, por si alguien tenía dudas, demoledor en dos horas y 25 minutos (6-3, 6-4 y 6-2) y de menos a más, ofreciendo un nivel altísimo durante un buen tramo de partido.
Al alzar los brazos, por la cabeza de Nadal pasaron todos los momentos de este curso tan atípico. Le ha costado lo suyo llegar hasta aquí, e incluso pensó que era imposible después de los patinazos de Montecarlo y Barcelona, pero en Madrid fue cogiendo carrerilla y confirmó en Roma que la bestia seguía viva y que Roland Garros era la presa. La tiene a tiro.
Empezó el partido porque tenía que empezar, programado el inicio a las 12.50 horas para ir lo más rápido posible, pero se jugó en unas condiciones terribles. Chispeaba en la Philippe Chatrier, soplaba el viento con violencia y los intercambios estaban completamente condicionados por la meteorología, desluciendo el mejor espectáculo que puede existir en el deporte. En esta tesitura, se trataba de sobrevivir y de esperar el momento, y en cuestión de paciencia y cabezonería no hay nadie que supere a Nadal.
Sufrió con su primer saque, e incluso tuvo que salvar bolas de break, pero fue el mallorquín quien dio el primer zarpazo y destrozó una agorera estadística que le recordaba que en los 31 últimos juegos ante su archienemigo no había roto nunca. A Federer solo le valía una película corta y casi sin argumento, decidido a reducir al máximo el tiempo de debate, puntos a uno, dos o tres tiros, para qué más. Y así se plantó en la central, que tardó en llenarse y en coger temperatura. A la afición también le dejó algo fría el inicio del clásico.
Se puso Nadal 3-0 después de sudar lo suyo, incomodísimos los tenistas porque la pista era ingobernable. Les entraba arena en los ojos, los botes eran irregulares, todo era muy feo y sobre todo había una clara desventaja en un lado de la pista. En esas, Nadal se enredó con su saque y permitió que Federer recuperara el terreno perdido, pero no permitió que su enemigo se creciera y le devolvió el golpe en un periquete.
Quedó el set en franqueza para Nadal, centrado para dar un paso de gigante hacia la victoria. Sabía también el balear que tomar la delantera era casi definitivo ya que obligaba a una remontada a Federer, y en 30 de los 38 antecedentes siempre había ganado el que se llevó la primera manga. En París, además, la historia pesa mucho más y por algo Nadal lleva 92 victorias y dos derrotas aquí. ¿Puede haber un dominio mayor?
Se calmó el viento, gracias a Dios, y permitió que se viera otra cosa en el segundo parcial, tampoco era difícil. Federer, si quería pensar en un milagro, necesitaba una reacción de inmediato y rompió el saque de Nadal nada más empezar, situación controvertida para el mallorquín. Y ahí, otra vez con todo en contra, despertó el español con violencia y volvió a gobernar como quiso, ya afinada la derecha y con unas piernas estupendas. Fue el mejor momento de la tarde, media hora de desenfreno para el zurdo.
Llegaba a cada dejada de Federer, devolvía siempre una bola de más y estiró el porcentaje de primeros a unos guarismos típicos de especialista. Además, ejecutó un par de revés cruzados descomunales que pusieron a la Chatrier patas arriba, y eso que los parisinos evidenciaron su predilección por Federer. «¡Roger, Roger!», coreaban para animar al genio, que ofrecía síntomas de rendición.
Ya con 2-0, se intuía un epílogo abrupto. No estaba el suizo en condiciones de pleitear ni tampoco parecía muy dispuesto, imposible imaginar una remontada en ese escenario. Federer, molesto incluso por momentos y amonestado por lanzar una bola al infinito en un enfado, confirmó en primera persona la mejoría de Nadal, muchísimo más enchufado a medida que avanzaba el duelo. Además, ni siquiera tuvo que emplear el recurso de siempre de bolas altas al revés. Atacó a esa zona, claro, pero también ofreció más cosas.
Quedó todo resuelto en el noveno juego del segundo set, cuando sacaba Federer con 4-4 y tenía 40-0 a su favor. No se sabe ni cómo ni por dónde se escapó Nadal y asestó un golpe definitivo con esa rotura, más que significativo el repertorio de puños y celebraciones.
Fue ya coser y cantar, y el campeón de 17 grandes se fue gustando para completar una victoria de incalculable valor. Sirve, también, para mandar un mensaje a Novak Djokovic y a Dominic Thiem, los otros semifinalistas que ya saben lo complicado que será alzar Roland Garros. Un monstruo llamado Nadal anda suelto.