El equipo de Valverde rememora el fiasco de Roma, deja escapar en Anfield una renta de 3-0 y se despide de la final de la Champions
Mucho se hablará sobre el infierno de Anfield. Sobre su liturgia. Sobre la emotiva remontada del Liverpool, capaz de levantar el 3-0 en contra del Camp Nou para alcanzar la final de la Champions. Pero si el Barcelona cayó a plomo en otra noche imperdonable, más dura incluso que la de hace un año en Roma, fue simplemente por sus pecados. Por despreciar su razón de ser, la pelota. La que un día le hizo grande. Y diferente. Pensó el Barça que así, sobreviviendo, tantas veces malviviendo, saldría siempre indemne. Pero cuando no hay balón, cuando tampoco hay resultado ni buenaventura, ya no queda nada. [Narración y estadísticas: 4-0]
El pánico. Cuando aparece en el fútbol resulta casi imposible hacerle frente. Los rivales se convierten en monstruos. Tu corazón parece hecho de plastilina. Y aunque uno intente correr hacia adelante, el miedo te arrastra hacia atrás. El Barcelona tuvo que hacer frente a un ciclón que nacía en la grada de The Kop y alcanzaba su furioso esplendor frente a Ter Stegen. Shaqiri fue el primero en amenazar. Pero ni siquiera habían recuperado la respiración los hombres de Valverdecuando se vieron ya por detrás en el marcador. Jordi Albaperdió la primera de las dos pelotas que le llevaron al purgatorio. Henderson probó la manopla de Ter Stegen y Origi, estibador reclutado debido a la pandemia de bajas del Liverpool, alcanzó la red. Hubo más. Mané reclamó un penalti de Sergi Roberto que, hecho un flan, a punto estuvo después de meter en un serio problema a su portero con un pase ejecutado por un pie que sólo temblaba.
«Y nada de toquecito o de olé. No. ¿Qué toquecito? (…). Venían a sacarnos los ojos, metían centros y entraban quince, qué sé yo, mil». Semejante amanecer apocalíptico parecía sacado de un cuento de Fontanarrosa. Un cuadro de Goya en el que Arturo Vidal pudo sentirse realizado. Porque, en estos tiempos en los que el Barcelona se desentiende del gobierno y gana por mero instinto de supervivencia, era el chileno el único que parecía feliz entre las bombas de napalm. Arturo corría de un lado a otro. Sin mucho criterio, pero qué más da. Atosigaba. Asfixiaba. Robaba. Su esfuerzo sobrehumano dejaba a la altura del betún a Coutinho, un espectro incluso en su regreso a casa.
Colgado de los pulmones de Vidal, bendita metáfora, el Barcelona pudo sacarse un rato de encima el agobio. Fue el chileno el precursor de la primera ocasión azulgrana. Un cambio de orientación abrió en canal la defensa inglesa. Aquello no acabó en gol porque ante Messi apareció Alisson, inmenso. El brasileño, que también sacó un remate manso a Coutinho, concluyó el primer acto evitando que Alba le superara por alto en un contragolpe que quizá hubiera zanjado la noche. No fue así y en el segundo tiempo el descenso a los infiernos del Barcelona fue inevitable.
Klopp lo miraba todo con orgullo. Sus hombres no podían aprovechar esos córners en los que los aficionados alzaban el puño y el estadio temblaba. Pero el entrenador alemán no se rendía y animaba sin cesar. No era día para pensar en su mal fario. Lesionados dos de sus tres futbolistas capitales del ataque, Salah y Firmino, y caído también en la ida el centrocampista Keïta, a Klopp sólo le quedaba coger el rosario.
«Never give up». Es decir, nunca te rindas. Salah, que azuzaba el milagro, había salido al campo embutido en una camiseta con ese lema una hora antes de que se iniciara el partido. La hinchada le aplaudió con fuerza. Ni rastro de resignación, sólo esperanza.
PERDIDO EL CENTRO DEL CAMPO
Ernesto Valverde, en cambio, sólo debía penar la ausencia de Dembélé. Clavó la alineación del Camp Nou. Es decir, con Coutinho como fantasmal tercer delantero y Arturo Vidal como guardián del tren de la bruja. Y lo visto fue poco más o menos lo mismo que en la ida. Ni rastro de autoridad por parte del Barcelona. Ni rastro de intentar crecer a partir de la pelota. Busquets y Rakitic eran barridos en el centro del campo, y no había manera de conectar con Suárez y Messi. El argentino abría los brazos y se rendía la desesperación.
Ante semejante panorama, lo ocurrido en los diez primeros minutos del segundo acto correspondió con la extrema dejadez barcelonista. Valverde reculaba, Klopp atacaba. El técnico del Liverpool sacó a Robertson, lateral. Puso ahí al centrocampista Milner y echó a volar a Wijnaldum. Y el holandés, irrelevante en el Camp Nou, igualó la eliminatoria en un santiamén. El 2-0 volvió a nacer en una pérdida de Alba. Wijnaldum estuvo tan atento al remate como en el inmediato 3-0, tras testarazo a centro de Shaqiri. Lenglet ni siquiera saltó.Todo en dos minutos.
Valverde amagó con reaccionar. Se quitó de encima por fin a Coutinho, alistó a Semedo y, asfixiado ya Vidal, reparó en que Arthur estaba en el banquillo. A buenas horas.
Pero el Barcelona jugaba ya sabiéndose condenado. Otra vez. A diez minutos del final se confirmó el cataclismo. Nadie reparó en Arnold, que era quien sacaba el córner, ni en Origi, que estaba solo en el área. Todos los hombres de Valverde les dieron la espalda. También a la vida.